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Editorial (marzo 2016)

20 marzo 2016

Artículo publicado en la revista «El Granito de Arena» de marzo de 2016.

Manos y corazones para un mundo nuevo

En este mes de marzo que estamos comenzando celebraremos los misterios centrales de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. La Pascua del Señor da sentido a la vida de todo creyente y llena de luz nuestras zonas más oscuras.
La Pascua de este año 2016 (además de caer inusualmente pronto) viene acompañada por un tinte especial, un sonido nuevo, una mirada novedosa. Estamos celebrando el Año de la Misericordia y todo nos invita a vivir desde esta perspectiva la Liturgia, los Sacramentos y cada instante de nuestra existencia.


El papa Francisco ha repetido en numerosas ocasiones que la misericordia no es un descubrimiento nuevo que hayan realizado un grupo de teólogos contemporáneos nuestros. Más bien es la esencia de Dios, aquella característica más propia y distintiva, aquello que lo hace ser Él mismo.

También en nosotros, creyentes, hijos en el Hijo, amados y elegidos desde la eternidad, está el germen de la misericordia divina. Hemos sido hechos a su «imagen y semejanza» (Gn 1,27) y, por tanto, obrar con misericordia no es un acto reservado a personas especiales, a almas escogidas, sino que es lo propio del ser humano, aquello que nos hace verdaderamente humanos, lo que nos configura en nuestro ser más íntimo.

En el Mensaje que el papa Francisco dirige a los jóvenes con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud y que publicamos íntegramente en las páginas 16 a 20, el santo padre les indica el camino hacia la verdadera felicidad: «solo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito; si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida». La Cuaresma, un año más, nos invita a descubrir ese amor misericordioso que no desaparece ante el dolor ni ante la muerte.

Solo Dios puede amar de esta manera. Pero, gracias a su entrega, ese amor no ha quedado exclusivamente reservado en su corazón, sino que se ha derramado en todos nosotros para que seamos, a nuestra vez, canal de su misericordia. Dios no nos exige compromisos que superan nuestra capacidad, sino que se nos entrega libre y gratuitamente.

La Cuaresma es un tiempo propicio para ser conscientes de que la misericordia divina nunca cesa de derramarse en nuestros corazones y que, por lo tanto, podemos irradiar cuanto hemos recibido. Cada gesto de misericordia que realicemos, con mayor o menor esfuerzo, implica mucho más que el acto realizado. Dar de comer al hambriento, enseñar al que no sabe o visitar al enfermo no solo nos permite acercar comida, conocimiento o consuelo a quien lo necesita, sino que transmite paz, genera felicidad y construye un mundo nuevo.

Estos cielos y tierra nuevos que Dios ha prometido (cf. Jn 21,1) no se refieren a un futuro tan lejano como inalcanzable. Este nuevo mundo se está construyendo día a día, minuto a minuto, desde el corazón mismo de Dios. Las manos que lo construyen son las nuestras, animadas por la fuerza del Espíritu Santo, que se derramó desde la Cruz, cuando Cristo «entregó el espíritu» (Jn 19,30).

Que esta Pascua de la misericordia que Dios nos regala este año nos permita descubrirnos como destinatarios de un amor sin fin, de aquella misericordia que jamás se cansa de perdonar, para que broten de nosotros esas mismas actitudes hacia quienes más lo necesiten. «

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