Orar con el obispo del Sagrario abandonado (febrero 2023)
Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de febrero de 2023.
«Él, viendo la fe de ellos, dijo: “Hombre, tus pecados están perdonados”»
Afirma san Manuel González en su libro Granitos de sal (I serie): «Las enfermedades del día más que físicas son psíquicas. Se habla hoy mucho de la abulia (debilidad o atrofia de la voluntad). Se habla también de la amencia o eclipse del entendimiento. Y médicos y sociólogos se preocupan del desarrollo alarmante de esas dos enfermedades. Y la verdad es que, a pesar de sus buenas intenciones, de sus específicos y fórmulas, la abulia y la amencia siguen haciendo estragos horribles entre los hombres del siglo XX» (OO.CC. III, n. 3519).
Hoy, delante de Jesús Eucaristía, adorándole postrados a sus pies, ponemos el nombre y la cara de personas conocidas de nuestra familia o amigos, de nuestra vecindad o lugar de trabajo, que padecen algún tipo de enfermedad psíquica. Ponemos ahí, delante del Sagrario, junto al Pan vivo bajado del cielo, el nombre y el rostro de esa persona y podemos decir: «Bendice y santifica, Señor a N…»; o bien: «Señor, fortalece y llena de esperanza a N…; alivia su sufrimiento y acrecienta su fe en ti».
Las enfermedades psíquicas persiguen a muchas personas hoy; unas están detectadas y están siendo tratadas con la terapia o la medicación oportuna. Otras enfermedades permanecen ocultas, porque la persona no se deja ayudar o piensa que nada le sucede, pero sus gestos y reacciones manifiestan que hay un mal de fondo: angustia, desconfianza, agresividad, nerviosismo, ansiedad, tristeza, amargura, desencanto, ganas de morirse…
San Manuel anota bien la causa: «Y nota que, según observaciones, las fatídicas enfermedades se ensañan más entre los que viven más metidos en el espíritu del siglo y casi no se acuerdan de los que todavía tienen el mal gusto de vivir a lo siglo XVI» (ídem).
El ser humano está llamado a vivir en unidad, integrando las distintas dimensiones de su persona: cuerpo y alma; o bien corporeidad, inteligencia, afectividad y espiritualidad. Es evidente que, cuando se vive sin ilusión, sin sentido de la vida, sin esperanza, sin ser amado y sin poder amar, sin apertura a la relación con Dios, esa tristeza se apodera de lo afectivo, destruye la dimensión espiritual y termina por ser somatizada, causando daño a algún órgano del cuerpo. Y, al revés, la salud espiritual, dinamizada por el Espíritu Santo en la oración, en la meditación de la Palabra y en la celebración de la Eucaristía, acrecienta la paz espiritual, la libertad de hijo de Dios, la experiencia del amor de Dios, la fortaleza ante el sufrimiento, la gratuidad en las relaciones humanas, la capacidad de servir y darse a los demás. Como consecuencia trae la alegría y las ganas de vivir: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). La salud espiritual acrecienta la salud psíquica y física.
El retrato que traza san Manuel de estas enfermedades psíquicas es muy acertado: «¿No habéis visto a alguno de esos pobres degenerados de la voluntad o de la inteligencia? Lo primero que notaréis en su semblante es una huella de tristeza; saben y sienten que están malos. Pero en estos enfermos de la memoria no observaréis eso; no sólo no se manifiestan tristes por haber perdido la memoria, sino que ¡hasta lo tienen a gala! ¿No habéis observado con qué refinado deleite repiten la conocida frasecilla: ¡tengo tan mala memoria!?» (OO.CC. III, n. 3520).
No hay peor enfermo que aquel que no quiere reconocer su enfermedad; o quien, conociéndola, no se deja ayudar o no busca ayuda. Por eso, la conclusión de nuestro santo es clara y concreta: «Y ¡claro!, una enfermedad que se mira con tanto gusto, ¿quién piensa en curarla? ¡Pobres desmemoriados!» (ídem).
Antes de comulgar decimos a nuestro Dios: «Señor, no soy digno, de que entres en mi casa; pero una palabra tuya bastará para sanarme». Sí, el Señor desde su Pan eucarístico nos sana. Cura todas nuestras enfermedades, levanta a los caídos, enriquece a los pobres, consuela a los abatidos, endereza a los que ya se doblan, fortalece a los débiles, acrecienta la fe y la esperanza, consolida el amor y la vida fraterna, lanza a la evangelización a los catequistas y misioneros. Adoremos a Cristo Eucaristía. Dejémonos sanar por su mirada amorosa, ensanchemos las paredes de nuestro corazón espiritual, para que quepa más gracia, más medicina de misericordia y humildad, más reconciliación con los hermanos, más capacidad de perdonar 70 veces siete y de amar a nuestros enemigos, más sentido de pertenencia a la Iglesia y de sentir con ella y con sus pastores.
Oración inicial
Oh Dios de misericordia que enviaste a tu Hijo como médico de los cuerpos y las almas, como liberador de toda dolencia, como perdonador de todo pecado, como sanador de toda aflicción, tristeza, cansancio y agobio, concédenos la humildad de reconocer nuestras heridas psíquicas y espirituales para que, tocados por la gracia del Espíritu Santo, experimentemos su perdón, alivio, consuelo, y esperanza. PNSJ.
Escuchamos la Palabra
Lc 5,17-26
Meditación de esta escena evangélica
Jesús sana perdonando y perdona sanando cuerpo y alma. La curación que él trae es integral; es de toda la persona. Cuando perdona los pecados está curando la más terrible enfermedad: estar lejos de Dios, lejos de la fuente de la vida y del amor que es Dios mismo.
Cuando Jesús perdona transforma a toda la persona. Su misericordia es la mejor medicina que un ser humano puede recibir. Su misericordia lo inunda todo, lo sana todo, lo transforma todo. Su misericordia es eterna. El Señor Jesús pasó, en su vida mortal, haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el diablo. Su poder misericordioso curaba al que buscaba la verdad y el amor divino.
En este relato, Jesús ve la fe de aquellos que le traen al paralítico. Jesús sabe lo que hay en el corazón de cada persona. Humanamente hablando, ve el ingenio de aquellos hombres para colocar la camilla del paralítico delante de Él, descendiéndolo desde la techumbre de la casa.
Espiritualmente ve en ellos la fe en el poder sanador del Nazareno, del Salvador. Por eso, lo primero que dice es: «Hombre, tus pecados están perdonados». Cuando le están juzgando interiormente los fariseos que le rodean, porque son incapaces de reconocerle como el Hijo de Dios, acusándole de blasfemo, añade: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones. ¿Que es más fácil decir: “tus pecados te son perdonados”, o decir: “levántate y echa a andar”?». La mayor sanación de una persona es obtener el perdón de sus pecados, porque lo que más deshumaniza, lo que más esclaviza es la soberbia, la avaricia, la ira, la envidia, la lujuria, la gula o la pereza; o cualquier otro tipo de pecado. El perdón reconcilia, limpia, purifica, sana, reconstruye a la persona: reconcilia con Dios, con los hermanos y con uno mismo. El pecado paraliza. El perdón libera.
De las obras de misericordia es más fácil dar de comer al hambriento o vestir al desnudo, que corregir al que se equivoca, enseñar al que no sabe o soportar con paciencia al insufrible. Hemos de ser hoy, desde la Eucaristía, instrumento de la misericordia de Dios para los que sufren en su cuerpo o en su alma.
Oración final
Oh, Dios, que has creado al hombre a tu imagen y semejanza y quieres la salvación de todos, ayúdanos, por la fuerza del Espíritu Santo, a confiar en ti en los momentos de enfermedad física o espiritual, para que tu infinita misericordia sea medicina que nos sane e imitemos a tu Hijo en la cruz diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
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