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Con mirada eucarística (febrero 2023)

10 febrero 2023

Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de febrero de 2023.

«Yo soy el camino»

Acudimos recurrentemente a la imagen del camino para describir la andadura del hombre sobre esta tierra donde nace. Y es que el camino implica un principio y un final, siendo así que entre ambos puntos tiene lugar el recorrido que incluye lo que podemos denominar como metas volantes. Alguna reflexión al respecto nos merece este nuevo año 2023, por el que ya llevamos un mes transitando.

Hablamos de la vida, de la corta vida que pasamos aunque se prolongue en el máximo de años, la cual se parece mucho al transcurso de un sueño según nos argumenta atinadamente el dramaturgo Calderón: «La vida es sueño». Entre el principio inconsciente del nacimiento y la consciencia de la muerte trascurren los acontecimientos.

La andadura vital
Un día, no recordamos muy bien, cada uno de nosotros descubrimos que estábamos de pie en un lugar de la geografía del planeta llamado Tierra. Y otro día descubrimos a su vez que nuestra estancia en este planeta tenía fecha de caducidad, fecha de caducidad cuyo acaecimiento desconocemos. La tragedia humana comienza cuando sabemos de la finitud que supone la muerte.

Mientras tanto nos toca a cada uno de nosotros, de forma personal e intransferible, recorrer un camino entre dos puntos. De cómo se recorra ese camino dependerá que la vida sea más o menos feliz. Con otras palabras: De cómo solucionemos el problema de la muerte el resultado será más o menos feliz. «Se hace camino al andar», decía Antonio Machado. La andadura vital depende de nuestra voluntad de construcción. A pesar de que las circunstancias del nacimiento (geografía, ambiente, familia, época, etc.) sean diferentes, incluso aunque desde la perspectiva de la lógica humana esas circunstancias contribuyan a favorecer o empeorar nuestro pasaje, lo cierto y verdad es que cada ser humano, desde cualquier lugar, aspira a conseguir una vida feliz. Se nos da el principio y el final, el intermedio es nuestro.

El corazón humano
La cuestión reside básicamente entre si somos propietarios o administradores de nuestra vida. La propiedad lo es de un bien que me pertenece y disfruto, mientras que la administración lo es de un bien que disfruto y no me pertenece, porque el propietario es otro. De aquí nace la concepción trascendente o exclusivamente terrenal de la vida. Se trata de la presencia o la ausencia de Dios a lo largo del camino.

No es fácil vivir, y al mismo tiempo es muy sencillo. Depende de la perspectiva. Claro que el viaje está lleno de malezas, de curvas, de ladrones, de inclemencias, pero también del sol que nace, de la visión del horizonte y del canto de los pájaros. «No pidas una vida fácil, hijo; pide fuerzas para soportar una vida difícil» (Lejos de Luisiana, Luz Gabás, 2022, p. 18), tal es el consejo que el padre le da al hijo, que por cierto lo graba en el corazón. El corazón es el lugar del bien y la bondad, es el lugar de la reflexión del hombre con Dios, es el lugar donde el hombre descubre que su transcurrir siempre será soportable porque con sus solas fuerzas es imposible, es el lugar desde donde se pide a Dios. El hombre quiere ser un hombre de bien, un hombre con corazón. «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).

Pensar que con solo nuestras fuerzas es posible desarrollar nuestro proyecto vital es dar cabida al estado de soberbia, al que nos conduce el demonio, el espíritu del mal. Tal concepción absolutista está condenada al fracaso. La vida es un préstamo especial, especial porque el prestamista no solo no cobra intereses sino que encima nos ama y nos concede, además, una vida sin final. Todo depende de nuestra libertad de compromiso.

Vivir es amar y perdonar
La tragedia se convierte en agonía cuando el hombre que sabe que muere no quiere morir. La dialéctica entre la finitud y la infinitud de la vida puede llegar a ser insoportable si no se le da una solución convincente. Y la búsqueda de la solución ha de hacerse desde la humildad, desde el reconocimiento de la propia limitación.

Es evidente que el hombre desea la inmortalidad, está en el ADN divino depositado en su conciencia. Otra cosa es que se quiera escuchar o no la voz que de ella emana. No ayudan, desde luego, los ruidos de una sociedad que distorsiona la recepción de los mensajes. Tenemos la impresión de que las prisas, la velocidad, el vértigo están apagando la necesaria quietud y reposo para escuchar el interior habitado por Dios. Es la sociedad de la acción por la acción, como si en el trayecto olvidáramos que este tiene un necesario término. Actuar para no pensar, no reconocer, incluso olvidar. Nos recuerda el bosque de los personajes barojianos de la acción sin finalidad, o como fin en sí misma. Actuar, a la postre, para olvidar los propios errores, como si éstos no formaran parte de nuestra existencia.

Vivir es caer y levantarse continuamente guiados por el amor. Y pedir perdón setenta veces siete. Es saber que Dios nos asiste, aunque reneguemos de Él, es esperar a Dios al final del camino, aunque no esperemos en Él. Saber que Dios siempre cuenta con nosotros, aunque nosotros no contemos con Él. También la duda, como el error, forma parte de la naturaleza humana. Pero Dios también forma parte de ella.

Siempre es posible acompañar a Tomás y exclamar con él: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). El ateísmo siempre es absurdo, pues es imposible negar lo que no existe. Por el contrario, Dios está continuamente invitando al ser humano, nos invita a viajar en un Dios reconocible: «Yo soy el camino» (Jn 14,6).

Teresa y Lucrecio, matrimonio UNER
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