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Enseñanzas de san Manuel (febrero 2023)

13 febrero 2023

Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de febrero de 2023.

«El Sacrificio del Corazón Sacerdotal de Jesús»

Prosiguiendo con nuestras reflexiones sobre la Virgen Dolorosa y los misterios dolorosos del Rosario tal como los expone san Manuel en su libro El Rosario sacerdotal, trataremos en este y en los dos próximos artículos sobre el primer misterio doloroso, es decir, la oración en Getsemaní.
Afirma el evangelista: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn13,1). ¡Qué bien han entendido los santos este amor «hasta el extremo» de Jesús por nosotros! San Manuel es testigo eximio de ello. Baste este texto ejemplar: «¡Medir su amor a nosotros! ¡Cualquiera […] se atreve a inventar el aparato que lo mida! Pero ¿qué digo? ¡Si el aparato mide–amores lo dejó Él mismo hecho!» (OO.CC., II, n. 3304; los números citados se refieren, en todos los casos al de las Obras Completas de san Manuel González). «¡Pues qué, la Cruz donde Él murió por amor, ¿qué otra cosa es que un divino Pletysmógrafo en el que hacen las veces de agujas indicadoras los tres clavos que están diciendo con una precisión admirable que hasta ahí llegó el Amor? ¿Y el Sagrario? ¿No es otro divino Pletysmógrafo que con la sublimidad de sus misterios está diciendo: Más allá no pudo ir el Amor? ¡Vaya si dejó señales para que conociéramos la intensidad de su amor el Corazón de Jesús! ¡Quizá no haya nada más claro ni más evidente […] que esas señales de la intensidad de su amor!» (3305).

Algo muy importante y bello es comprobar cómo los diferentes autores de la tradición de la Iglesia, a lo largo de 21 siglos, han proclamado en unanimidad y continuidad las mismas verdades de nuestra fe cristiana, aunque pueda variar la forma de expresarlas.

Por eso, en una serie de tres artículos presentaremos las enseñanzas de san Manuel sobre el primer misterio doloroso del Rosario: la oración de Jesucristo en el huerto de Getsemaní, en contrapunto con algunas enseñanzas de santa Catalina de Siena (+1380), pues ambos exponen muy bien cómo toda la vida de Jesucristo, en virtud de su amor infinito al Padre y a nosotros, desde el momento de la Encarnación, estuvo marcada por la cruz y dominada por su deseo ardiente de morir por nuestra salvación, un deseo que es plenamente compartido y secundado por su Madre. Mencionaremos también a san Máximo el Confesor (+662) y a san Pedro Julián Eymard (+1868).

Es importante señalar que estos santos que hablan del amor de Jesús, en primer lugar amaron a Jesús. Santa Catalina, Patrona de Italia y Doctora de la Iglesia, desde su tierna infancia; san Máximo, padre de la Iglesia, que se distinguió por sus aportes a la teología y la espiritualidad, sufrió la amputación de la lengua y la mano derecha con las cuales había proclamado a Cristo; san Pedro Julián y san Manuel, dos enamorados de Jesús Eucaristía.

1. El amor de Jesús: dar todo y darse todo
San Manuel interpreta el primer misterio doloroso como «el sacrificio del corazón»: del «Corazón sacerdotal» de Jesús (2488-2495), «del Corazón de la Madre sacerdotal» (2496-2499) y el que debe hacer el sacerdote (2500-2502). Veamos lo que nos enseña sobre el sacrificio del Corazón de Jesús.

Parte de una definición del amor: «La función propia del corazón es amar y el acto más propio del amor es dar, dar mucho, dar todo, hasta a sí mismo. O sea, darse. El amor perfecto se da todo» (2489). Por eso el amor perfecto lo vemos en Jesús: Aquel que de manera absoluta nos lo ha dado todo y se ha dado todo.

Jesús nos lo ha dado todo: Su palabra, doctrina, ejemplos, sudores de Pastor bueno, virtudes, merecimientos, gracia divinizadora, «su Sangre y su Carne en sacrificio por nuestros pecados y en alimento de vida divina, […] su Madre, con su omnipotencia suplicante» (2490), la Iglesia, los sacramentos.

Y Jesús se nos ha dado todo en la cruz y se nos da todo cada día en la Eucaristía. «¿Quién podrá medir la longitud, la altura y la profundidad» del amor del Corazón Sacerdotal de Jesús? (cf. 2489; 2491).

2. «La oración del Huerto»
Solo a la luz de este Amor infinito podemos percibir el significado de las palabras de Jesús en el huerto de Getsemaní: «Padre, si quieres, traspasa de mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).

Como bien enseña san Máximo el Confesor en sus escritos (cf. La Agonía de Jesús, Opúsculo 6), como redactor principal de los textos del Concilio Lateranense del 649 (Confesión de fe; Can. 10.11: DS 500; 510; 511); y tal como fue definido como dogma de fe por el Concilio de Constantinopla III (680-681), la «Persona Divina de Jesucristo quiso nuestra salvación con su voluntad divina y su voluntad humana, y operó nuestra salvación con su operación divina y su operación humana» (Definición: DS 556; 557).

Para entenderlo mejor, recordemos que Jesucristo es una Persona Divina con dos naturalezas: la divina y la humana. Por eso tiene dos voluntades: la divina, que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, una sola voluntad divina de las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, y la humana. Asimismo, tiene dos operaciones: la divina (con la que obra los milagros) y la humana (con la que sufre). Las dos voluntades y las dos operaciones concurren para la salvación del género humano.

Esta afirmación, que nos puede sonar difícil de entender, en realidad está enseñando algo muy importante y significativo para todos nosotros: que Jesús, con todo su ser divino y humano, nos ha amado, ha deseado morir en la cruz por nosotros y nos ha salvado efectivamente. Su persona divina nos ama con la máxima intensidad y perfección de su voluntad divina y su voluntad humana y con ambas voluntades no desea otra cosa que nuestra salvación (cf. DS 510). «Todo Él», por decirlo de alguna manera sencilla, nos ama ardientemente. Por eso abraza los dolores atroces e ignominias de la pasión, carga con todos nuestros pecados y sube a la cruz redentora: por el bien inmenso que de ello vendrá para nosotros. La cruz es la llave con que nos abre las puertas del cielo.

Cuando Jesús dice en Getsemaní: «Padre mío, si no es posible que pase este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mt 26,42), pronuncia el Fíat de la redención, indisolublemente unido al Fíat de la encarnación, que pronunció al entrar en el mundo (cf. Heb 10,5-10).

Así como Cristo tiene una naturaleza humana perfecta, tiene también una voluntad humana perfecta. La perfección de nuestra voluntad humana está en que procure siempre cumplir confiada, amorosa y gozosamente la voluntad de Dios, segura de que Dios siempre quiere lo mejor para nosotros.

Maestro en esto como en todo, Jesucristo acepta y cumple siempre la voluntad de su Padre: «Yo siempre hago lo que a Él le agrada» (Jn 8,29). «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y terminar su obra» (Jn 4,34). Su voluntad humana está en perfecto acuerdo con la voluntad divina, que es también la suya en cuanto Hijo de Dios. Así, la voluntad humana de Cristo acepta el misterio de la pasión y muerte redentora en cruz libremente, en suma obediencia y en plena armonía con su Voluntad divina (cf. DS 556). Jesús nos enseña que aun en los momentos más dolorosos y difíciles de nuestra vida, debemos adherirnos a la santísima voluntad de Dios, confiando totalmente en su divina providencia e infinito amor.

3. «Amar a lo Dios»
San Manuel concuerda con san Máximo y lo expresa presentando la escena del Huerto como el sacrificio del Corazón sacerdotal de Jesús. En esa tristeza de muerte (Mt 26,38), esas gotas de sangre (Lc 22,44) y esas palabras a su Padre contemplamos «la largura, anchura y profundidad» de su desmedido amor por nosotros, demostrado «por lo que ha dado y está dispuesto a dar hasta la consumación de los siglos» (cf. 2490).

Y mientras su Corazón se desborda de amor por nosotros, anhelando de nuestra parte solo amor, para poder amarnos más todavía, «su pensamiento, atravesando las distancias de los siglos», le representaba las correspondencias espléndidas de los menos, y las correspondencias fallidas de la mayoría, descritas con realismo escalofriante por san Manuel (2492-2494): «En los más de los hombres, en cambio, encontraba series inacabables: De oídos herméticamente cerrados a su palabra, que no podían o no querían oír; de cabezas obstinadas en tergiversar, deformar, oscurecer y mancillar su doctrina; de corazones podridos y corruptores encubiertos con piel de ovejas o con pellicas de pastores buenos; de almas de piedra sobre las que resbalan y se frustran torrentes de gracias […] Todas estas series y desfiles de incontables horrores y monstruosidades de ingratitud, las veía el pensamiento de Jesús con claridad de medio día, repetirse con tesón aplastante de siglo en siglo, de región en región» (2492. 2494).

Esta realidad tan terrible, que palpamos todos los días en el mundo y en nuestra propia vida, con nuestra pobre y defectuosa respuesta a tanto amor y tantas gracias recibidas de parte del Señor, causó un dolor inenarrable a Jesús en el huerto de Getsemaní.

«¡Qué contraste entre lo que salía del Corazón y lo que entraba por la visión del pensamiento! ¡Qué espantable, qué horriblemente angustiosa desproporción entre lo que daba y lo que recibía! ¡Qué bien lo dan a entender […] el “triste está mi alma hasta la muerte; el pase de mí este cáliz”, y el sudor de sangre! […] ¡Qué admirablemente está ahí descrito lo que cuesta a Jesús el gran sacrificio de su Corazón, de amar a lo Dios, sin esperar amor de los hombres, de darlo todo a los que ama, sin esperar nada!» (2495).

Para san Manuel «la consumación del gran sacrificio de su Corazón» queda expresada en el «no se haga mi voluntad sino la tuya» y le da autoridad para mandar a Sus sacerdotes: «Haced siempre el bien sin esperar» (2495).

La contemplación del extremo al que llega el amor de Jesús por nosotros y su consiguiente sufrimiento ingente en la cruz, junto a la cual son tan pocos los que lo acompañaron y lo siguen acompañando hoy, nos lleva a referir a la muerte de Jesús en la Cruz lo que dice san Manuel refiriéndose al Sagrario: «Cuando me detengo a pensar y a saborear la Real Presencia de Jesús ante el Sagrario abandonado o poco frecuentado, no puedo menos de exclamar para mis adentros: aquí uno de los dos está loco, o Tú, por quedarte ahí para eso, o el hombre por abandonarte» (621).

4. «Como loco enamorado»
Santa Catalina de Siena concibe el «sí» del Verbo a la Encarnación, proclamado en el momento de su entrada al mundo (Heb 10,5-7), como indisolublemente unido al «sí» que da a la «afrentosa muerte en la Cruz». Es un solo Fíat que describe muchas veces como una carrera apasionada hacia el Calvario. El Hijo de Dios, «el dulce y amoroso Verbo […] corrió». Tan ardiente es su «sí» que no se contenta con caminar, corre. «Corre como loco enamorado […] como enamorado de nuestra salvación […] a la oprobiosa muerte en Cruz» por amor «al honor del Padre y a nuestra salvación» (Diálogo 100; 124; 128; Caminos: p. 495), como también afirmaba san Manuel (cf. 2534).

Esta hambre de Cristo por nuestra salvación y por cumplir la voluntad de su Padre fue un sufrimiento para Él hasta que la vio cumplida. Sufría también por la locura de los que, por su propia culpa, rechazarían esa sangre que Él iba a derramar por todos. Veía de antemano a los que lo aceptarían y los que lo rechazarían, y sufría infinitamente por estos últimos.

Es tal su amor, que nada lo hace volver atrás, ni los sufrimientos terribles que padece, ni la ingratitud, ignorancia, persecuciones, escarnios y villanías que recibe, ni siquiera los gritos para que baje de la Cruz (cf. Mt 27,39-44; Diálogo 77: BAC 415, pp. 188-189).

¡A la Cruz «no lo sujetaron los clavos ni cosa alguna, sino el desmedido amor que nos tuvo!» (Luz y tinieblas, BAC 415, pp. 492-493).

Deyanira Flores
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