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Reflexiones del P. Cantalamessa sobre la Eucaristía (y X)

24 febrero 2023

Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de febrero de 2023.

«Os he dado ejemplo» (II)

Con el texto que presentamos hoy concluye la serie de reflexiones que el cardenal Raniero Cantalamessa, o.f.m.cap., dirigió al papa y a la Curia romana sobre la necesidad de redescubrir el asombro eucarístico. En esta última parte profundiza en el servicio cristiano como consecuencia de la verdadera vivencia eucarística, sobre todo referido a los pastores.
El fruto de esta meditación debería ser una revisión valiente de nuestra vida (hábitos, tareas, horas de trabajo, distribución y uso del tiempo) para ver si realmente es un servicio y si, en este servicio, hay amor y humildad. El punto fundamental es saber si servimos a los hermanos o, por el contrario, usamos a los hermanos. Utiliza a sus hermanos e instrumentaliza quien, quizás, se desvive por los demás, pero en todo lo que hace no es desinteresado, busca, de alguna manera, la aprobación, el aplauso o la satisfacción de sentirse, en su interior, en orden y bienhechor. Sobre este punto, el Evangelio presenta las exigencias de una radicalidad extrema: «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3). Todo lo que se hace, conscientemente y con razón, «para ser visto por los hombres», se pierde. «Christus non sibi placuit»: ¡Cristo no buscó complacerse a sí mismo! (Rom 15,3): esta es la regla del servicio.

Discernimiento de espíritus
Para hacer el «discernimiento de espíritus», es decir, de las intenciones que nos mueven en nuestro servicio, es útil ver cuáles son los servicios que hacemos gustosamente y los que tratamos de evitar a toda costa. Ver, además, si nuestro corazón está dispuesto a abandonar –si se nos pide– un servicio noble, que da prestigio, por uno humilde que nadie apreciará. Los servicios más seguros son los que hacemos sin que nadie, ni siquiera los que lo reciben, se den cuenta, sino solo el Padre, que ve en lo secreto. Jesús elevó a símbolo de servicio uno de los gestos más humildes conocidos en su tiempo y que se solía confiar a los esclavos: lavar los pies. San Pablo exhorta: «No aspiréis a las cosas que son demasiado altas, sino inclinaos ante las cosas humildes» (Rom 12,16).

Al espíritu de servicio se opone el deseo de dominación, el hábito de imponer a los demás la propia voluntad y la propia forma de ver o hacer las cosas. En definitiva, el autoritarismo. A menudo, quien es tiranizado por estas disposiciones no se da cuenta en lo más mínimo del sufrimiento que causa y se sorprende al ver que otros no muestran apreciar todo su interés y esfuerzos, e incluso se sienten víctimas. Jesús dijo a sus apóstoles que fueran como «corderos en medio de lobos», pero ellos son, por el contrario, lobos en medio de corderos. Gran parte de los sufrimientos que a veces afligen a una familia o a una comunidad se debe a la existencia en ellas de algún espíritu autoritario y despótico que pisotea a otros y que, bajo el pretexto de servir a los demás, en realidad los esclaviza.

¡Es muy posible que este alguien seamos precisamente nosotros! Si tenemos un poco de duda al respecto, sería bueno que interrogáramos sinceramente a quienes viven a nuestro lado y les diéramos la oportunidad de expresarse sin miedo. Si resulta que nosotros, con nuestro carácter, le hacemos la vida difícil a alguien, debemos aceptar humildemente la realidad y repensar nuestro servicio.

Al espíritu de servicio también se opone, por otro lado, el apego exagerado a las propias costumbres y comodidades. En definitiva, el espíritu de flojera. No puede servir seriamente a los demás quien siempre intenta contentarse a sí mismo, quien hace un ídolo de su descanso, de su tiempo libre, de su tiempo. La regla del servicio sigue siendo siempre la misma: Cristo no buscó complacerse a sí mismo.

El servicio, hemos visto, es la virtud propia de quien preside, es lo que Jesús dejó a los pastores de la Iglesia como su legado más querido. Todos los carismas están en función del servicio; pero de modo muy especial lo está el carisma de pastores y maestros (Ef 4,11), es decir, el carisma de la autoridad. ¡La Iglesia es carismática para servir y también es jerárquica para servir!

El servicio del Espíritu
Si para todos los cristianos servir significa «no vivir ya para sí mismos» (cf. 2Cor 5,15), para los pastores significa: «no apacentarse a sí mismos»: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deberían acaso los pastores apacentar al rebaño?» (Ez 34,2). Para el mundo, nada es más natural y justo que esto, es decir, que quien es señor (dominus) domine, es decir, haga de dueño. Entre los discípulos de Jesús, sin embargo, «no sea así», sino que quien es señor debe servir. «No pretendemos ser dueños sobre vuestra fe –escribe san Pablo–, sino que, por el contrario, somos colaboradores de vuestra alegría» (2Cor 1,24).

El apóstol san Pedro recomienda lo mismo a los pastores: «No dominéis a las personas que se os han confiado, sino haceos modelos del rebaño» (1Pe 5,3). No es fácil, en el ministerio pastoral, evitar la mentalidad del dueño de la fe; muy pronto se insertó en la concepción de la autoridad. En uno de los documentos más antiguos sobre el ministerio episcopal (la Didascalia Siriaca) encontramos ya una concepción que presenta al obispo como el monarca, en cuya Iglesia nada se puede emprender, ni por los hombres ni por Dios, sin pasar por él.

Para los pastores, y en cuanto pastores, es a menudo en este punto donde se decide el problema de la conversión. ¡Qué fuertes y sinceras resuenan aquellas palabras de Jesús después del lavatorio de los pies: «Yo, el Señor y el Maestro…»! Jesús «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2,6), es decir, no tuvo miedo de comprometer su dignidad divina, de favorecer la falta de respeto por parte de los hombres, despojándose de sus privilegios y mostrándose al exterior como un hombre en medio de los demás hombres («semejante a los hombres»). Jesús vivió de modo sencillo; la sencillez fue siempre el principio y el signo de una verdadera vuelta al Evangelio. Es necesario imitar el obrar de Dios. No hay nada –escribe Tertuliano– que caracterice mejor el obrar de Dios, que el contraste entre la sencillez de los medios y las formas externas con que trabaja y la grandiosidad de los efectos espirituales que obtiene (cf. De baptismo, 1: CCL I, 277). El mundo necesita grandes aparatos para actuar e impresionar; Dios no.

Hubo un tiempo en que la dignidad de los obispos se expresaba con insignias, títulos, castillos, ejércitos. Eran, como se suele decir, obispos–príncipes, pero bastante más príncipes que obispos. La Iglesia vive hoy, en este punto, una época que, en comparación, nos parece dorada. Conocí a un obispo hace muchos años que encontraba natural pasar cada semana unas horas en un asilo de ancianos para ayudar a los ancianos a vestirse y a comer. Había tomado al pie de la letra el lavatorio de los pies. Yo mismo debo decir que he recibido de algunos prelados los mejores ejemplos de sencillez de mi vida. Sin embargo, es necesario preservar, también en este punto, una gran libertad evangélica. La sencillez exige que no nos pongamos por encima de los demás, pero tampoco siempre y obstinadamente por debajo, para mantener, de una forma u otra, las distancias, sino que aceptemos, en las cosas ordinarias de la vida, ser como los demás. Hay personas –señala A. Manzoni agudamente– que tienen tanta humildad como necesitan para ponerse por debajo de las buenas personas, pero no para estar en igualdad de condiciones con ellas (cf. Los novios, cap. 38).

A veces, el mejor servicio no consiste en servir, sino en dejarse servir, como Jesús que, en ocasiones, también sabía sentarse a la mesa y dejarse lavar los pies (cf. Lc 7,38), y que aceptaba de buen grado los servicios que algunas mujeres generosas y afectuosas le prestaban durante sus viajes (cf. Lc 8,2-3).

Hay otra cosa que es necesario decir sobre el servicio de los pastores, y es esta: el servicio a los hermanos, por importante y santo que sea, no es lo primero y no es lo esencial; primero está el servicio a Dios. Jesús es ante todo el «Siervo de Yahvé» y luego también el siervo de los hombres. Él les recuerda esto a sus propios padres, diciendo: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). No dudaba en decepcionar a las multitudes, que acudían a escucharle y a ser sanados, dejándolas de repente, para retirarse a lugares solitarios a orar (cf. Lc 5,16).

Incluso el servicio evangélico está amenazado hoy por el peligro de la secularización. Es demasiado fácil dar por descontado que todo servicio al hombre es servicio a Dios. San Pablo habla de un servicio del Espíritu (diakonía neumatos; 2Cor 3,8), al que están destinados los ministros del Nuevo Testamento. ¡El espíritu de servicio debe expresarse, en los pastores, a través del servicio del Espíritu!

Quien, como el sacerdote, es llamado, por vocación, a este servicio «espiritual», no sirve a los hermanos si les presta cien o mil otros servicios, pero descuida ese único que se tiene derecho a esperar de él y que solo él puede dar. Está escrito que el sacerdote «está constituido para el bien de los hombres en las cosas que conciernen a Dios» (Heb 5,1). Cuando este problema surgió por primera vez en la Iglesia, Pedro lo resolvió diciendo: «No es justo que descuidemos la palabra de Dios para el servicio de las mesas […] Nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hch 6,2-4).

Hay pastores que, de hecho, han vuelto al servicio de las mesas. Se ocupan de todo tipo de problemas materiales, económicos, administrativos, a veces hasta agrícolas, que existen en sus comunidades (incluso cuando se podrían dejar perfectamente en manos de otros), y descuidan su verdadero e insustituible servicio. El servicio de la Palabra requiere horas de lectura, estudio y oración. Si hay una queja general que circula hoy entre los fieles en la Iglesia, es esta: la insuficiencia, el vacío, de la predicación. Muchos salen de la Misa disgustados por la homilía, secos, en lugar de enriquecidos. Debe repetirse con Isaías: «Los miserables y los pobres buscan agua, pero no hay» (Is 41,17). La gente busca pan y a menudo se les da un escorpión, es decir, palabras vacías y manidas, palabras que no saben a Dios.

Inmediatamente después de explicar a los apóstoles el significado del lavatorio de los pies, Jesús les dijo: «Conociendo estas cosas seréis bendecidos si las ponéis en práctica» (Jn 13,17). Nosotros también seremos bendecidos si no nos contentamos con saber estas cosas –es decir, que la Eucaristía nos impulsa a servir y compartir–, sino que las ponemos en práctica, a ser posible a partir de hoy. La Eucaristía no es solo un misterio para ser consagrado, para ser recibido y adorado, sino también un misterio para ser imitado.

Nos disponemos a conmemorar el acontecimiento cuyo sacramento es la Eucaristía. Muchos ritos llenarán la Semana Santa, pero el culmen de todo será la Eucaristía pascual, cuando el Resucitado se haga presente entre nosotros gritando a su Padre y a su Iglesia: «¡He resucitado y siempre estoy contigo!». Resurrexi et adhuc tecum sum!

Él está espiritualmente presente siempre y en todas las partes del mundo, pero está presente también realmente entre nosotros, con su cuerpo verdadero y su sangre verdadera, gracias al sacramento de la Eucaristía que nos ha dejado como signo de alianza eterna.

Raniero Cantalamessa, o.f.m.cap.
Traducción: Pablo Cervera, Pbro.

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