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Con mirada eucarística

19 abril 2014

Artículo publicado en la revista «El Granito de Arena» de abril de 2014.

El viaje de todos

La ciudad se asoma al mar igual que si fuera un pájaro con sus dos alas extendidas. Cada una de sus alas es una playa y el pico es como una especie de torpedo que se hinca en el agua. El sol fluye por arriba en forma de fuente que nace en la cresta de las montañas que la rodean.

Hasta aquí hemos venido de viaje, y no hemos venido solos. Ríos de gentes pueblan las calles con algarabía muy voceada y los más atrevidos, sin duda los más jóvenes, se llegan hasta la arena y se bañan. Escuchamos que un señor le dice a la que parece ser su esposa: Ya estoy harto de visitar tiendas. Nuestra sonrisa es hermana de su queja. Aunque no nos conocemos, en el fondo sabemos que todos somos hermanos.

Un mundo más hermano
Todos somos hermanos en esta aldea cada día más global, aunque no nos hablemos, aunque solo hablemos por el móvil y escuchemos poco al otro, aunque no nos saludemos. A veces parecemos cadáveres ambulantes sin destino, aunque todos sepamos que el destino es cierto. Anoche en el hotel murió un hombre.
Murió un hombre a la vista de todos. La orquesta tocaba para la diversión de todos y un ser humano, nos pareció un hombre, se desplomó en el suelo como un castillo de arena que se cae de pronto apenas rozado por la brisa. Nada se pudo hacer por él. Nada pudieron hacer por el hombre otros hombres que apretaban su pecho con ciertos artilugios. La máxima preocupación que taladraba el ambiente más que una barrena era si después de levantar el cadáver podría seguir la diversión. La globalización, como dice Benedicto XVI, nos ha hecho más cercanos, pero no nos ha hecho más hermanos. Nosotros nos fuimos a acostar.

Líneas quebradas de la vida
La vida es siempre un viaje o muchos viajecitos en torno a un solo viaje. Es como un círculo cuya línea circundante, la circunferencia, no es del todo recta porque se compone a su vez de pequeñas líneas quebradas, pero que al final terminan siempre en círculo. El círculo es lo de dentro, nuestra superficie, la circunferencia es la línea que nos delimita.
Cada uno tenemos nuestro círculo, más grande, más pequeño; y nuestra circunferencia, más grande, más pequeña. Nosotros no sabemos de su tamaño, solo sabemos que empezamos y terminamos en el mismo punto, aunque tampoco sabemos el punto exacto en que se unen el principio y el final. El bruto de Francisco de Quevedo (bruto porque era barroco) lo definía así: De la cuna a la sepultura. Pero es cierto.
Los viajecitos son esas líneas quebradas que pretenden apartarse de nuestro destino, de nuestra real existencia, de la línea circular, que es un don concedido gratuitamente sin que nosotros hayamos intervenido para nada. Concedido por Dios, decimos los creyentes, si bien todo el mundo se entera antes o después de que es concedido.
Con todas nuestras líneas, con nuestra libertad a cuestas, nos echamos a la calle. A veces nos ponemos a reflexionar. Reflexionamos en una iglesia. El sacerdote se queja de que los asistentes son como él o más viejos, que dice tener 51 años, pero el templo está lleno. Lleno de abuelos a los que agradece su asistencia y su misión, la misión de transmitir la fe. «Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco, sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (Papa Francisco, EG 23). Dentro o fuera de la iglesia el ser humano está hecho para reflexionar, para pensar. Estamos hechos para lo mismo. Nos une la «ley de la semejanza», que dice el beato Manuel González.
Ayer conocimos a una mujer que iba en una silla de ruedas, sus dos piernas eran las dos ruedas. Vivía contenta y le daba gracias a Dios porque estaba viva. Hoy hemos sabido que ha muerto el jardinero que cuidaba el pequeño jardín en torno a esta iglesia. El cura pide una pequeña aportación para poderlo enterrar. Es tan pobre –o tan rico–, que no puede comprarse un sepulcro para su cuerpo. El alma es otra cosa.

La ilusión de ser dueños
Cada cual creemos que somos dueños de nuestro círculo. Qué ilusión más estúpida. Tan solo podemos, eso sí, retorcerlo y hacerlo más o menos ovalado, con direcciones distintas, pero no nos pertenece. Nos hiciste, Señor, para Ti, –decía san Agustín– y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
Nos relata la Biblia: «Estando ya próximo a morir, David hizo estas recomendaciones a su hijo Salomón: Yo emprendo el viaje de todos. ¡Ánimo, sé un hombre!» (1Re 2,1-2). Se trata del viaje que todos hacemos y que para hacerlo no hay otra fórmula que la de comportarse como un hombre, como seres humanos que somos, como hijos de Dios.
En algún momento de nuestra existencia, cada cual en su momento, tenemos plena consciencia del viaje, como le pasó a David, o tenemos más consciencia de él. Es un don que Dios concede, que en algún momento nos concede Dios.
La vida es una gracia concedida, y por ello hay que dar gracias. Y este viaje de todos es inevitable, es necesario. Repetimos: es de todos.
Lo que importa es viajar haciendo el círculo a la manera humana, haciendo el bien, amando al enemigo. Lo importante es viajar haciendo el círculo lo más perfectamente posible, redondo, sin retorcimientos, sin quebraduras, que encaje perfectamente con el redondo de la Eucaristía. Y que Dios ponga el punto del final y del principio cuando Él quiera.

TERESA Y LUCRECIO, MATRIMONIO UNER
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