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Orar con el obispo del Sagrario abandonado (junio 2024)

18 junio 2024

Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de junio de 2024.

«El que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51)

Afirma san Manuel en su libro La Eucaristía, escuela del silencio: «Jesús en la Eucaristía es ante todo alimento; es, como Él se llamaba, el Pan vivo que necesita comer el alma para tener vida divina. Y como el alimento, aunque sea vivo, no obra hablando sino dejándose comer, digerir y asimilar» (OO.CC. I, n. 1459).Así se nos presenta Jesús en la adoración eucarística: Pan vivo. Le adoramos, postrados a sus pies, reconociéndole como el alimento espiritual de nuestra peregrinación por esta tierra. Le adoramos porque nos asegura que esta íntima unión con Él nos introduce en el misterio trinitario. Nos afianza en la relación con las tres personas trinitarias: hijos de Dios Padre, discípulos y hermanos de Dios Hijo y templos del Espíritu Santo.

El tiempo de adoración eucarística es momento propicio para dejarnos configurar con Él y por Él. Quiere que nosotros, sus adoradores, participemos del fruto de su sacrificio, comiendo su misma Carne entregada y recibiendo así esta comida de vida eterna, para que Él nos vaya perfeccionando en su vida sobrenatural y divina.

Oración inicial
Oh, Dios Padre, que en el Sacramento admirable de la Eucaristía nos dejaste el memorial de la pasión, muerte y resurrección de tu Hijo, concédenos adorar de tal manera su cuerpo entregado y su sangre derramada, que experimentemos gozosamente la acción transformadora del Espíritu Santo, convirtiéndonos en cristianos eucaristizados y eucaristizadores. PNSJ.

Escuchemos nuevamente a san Manuel González
«Jesús, en la Eucaristía quiere obrar principalmente, no hablando, sino dejándose silenciosamente comer por la Comunión sacramental, silenciosamente digerir por la buena disposición del alma que no pone obstáculos a la libre entrada y circulación de su gracia y silenciosamente asimilarse por la imitación voluntaria de sus virtudes y vida de Cordero sacrificado en silencio» (OO.CC. I, n. 1459).

Necesitamos buena disposición del alma, acudiendo a comulgar limpios de corazón, abriéndole la puerta del corazón de par en par, asimilando su Evangelio, deseando cumplir la voluntad del Padre como fue toda la vida de Cristo, sirviendo a los hermanos como Él mismo lavó los pies a sus discípulos, imitando su entrega generosa en la cruz como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

«El Jesús del Sagrario es el mismo del Altar del Sacrificio; y el Jesús del Sacrificio es una Víctima, un Cordero… De este Jesús había profetizado Isaías, muchos siglos antes, que “como Cordero sería llevado al matadero sin abrir su boca”» (OO.CC. I, n. 1455).

Jesucristo en la Eucaristía es sacerdote, víctima y altar. Así nos lo precisa san Manuel: «El Jesús del Altar y del Sagrario es Dios–Hombre, Creador, Rey, Padre, Maestro, es verdad, pero sacrificado, Víctima de su propio eterno Sacrificio […] Por eso el sacerdote […] lo presenta a los fieles que van a comulgar con ese nombre: ¡El Cordero de Dios! ¡Siempre Cordero y siempre callado! Ése es el Salvador en silencio» (OO.CC. I, n. 1455).

Escuchamos la Palabra
Jn 6,48-51.

Meditación de la Palabra
La Comunión eucarística ha de conducirnos a la comunión con los hermanos, a ser instrumentos de unidad en el seno de la Madre Iglesia, a construir fraternidad en cada parroquia, familia, movimiento eclesial o asociación de fieles. Jesús nos lo dejó dicho: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34).

La unidad de toda la Iglesia y la comunión en cada realidad eclesial nacen, crecen y florecen desde la Eucaristía. Es bueno que dejemos resonar estas dos preguntan que nos hace san Juan Crisóstomo: «¿Por qué no mostramos el mismo amor? ¿Por qué no nos hacemos uno en esto también?».

Lo propio del diablo es sembrar cizaña, malmeter envidias y división. La Eucaristía es fuente de luz, consuelo, paz y esperanza. No dejemos que nos engañe el maligno. Prolonguemos la Eucaristía en la vida comunitaria. Escuchemos a san Juan Crisóstomo:

«“El pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?” (1Cor 10,16). ¿Qué es este pan? El cuerpo de Cristo. ¿En qué se convierten los que comulgan? En cuerpo de Cristo: no una multitud de cuerpos, sino un único cuerpo. Lo mismo que el pan, compuesto de muchos granos de trigo, es un solo pan donde los granos desaparecen, y lo mismo que los granos subsisten allí pero es imposible distinguirlos en la masa tan bien unida, así nosotros todos, unidos con Cristo, no somos más que uno. Ahora bien, si todos nosotros participamos del mismo pan y todos estamos unidos entre nosotros con Cristo, ¿por qué no mostramos el mismo amor? ¿Por qué no nos hacemos uno en esto también?». Sí, el otro, el que comulga conmigo en la misma Comunión eucarística, es mi hermano. ¡Cuánto evangelizaríamos hoy los cristianos, con el testimonio de la vida fraterna, si pudieran decir de nosotros: «¡Mirad cómo se aman!».

«¿Así era al principio: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma”. Cristo vino a buscarte, tú que estabas lejos de él, para unirse a ti; y tú, ¿no quieres ser uno con tu hermano? ¡Te separas violentamente de él, después de haber obtenido del Señor una gran prueba de su amor y la vida!» (san Juan Crisóstomo).

Jesucristo es el Hombre perfecto. Se hizo en todo igual a nosotros, menos en el pecado. La Comunión eucarística nos va cristificando, nos va haciendo cristos vivos; nos va eucaristizando, nos va transformando en creyentes locos de amor por la Eucaristía, irradiando esta locura a otros muchos.

«En efecto, no solo dio su cuerpo, sino que como nuestra carne, arrastrada por tierra, había perdido la vida y había muerto por el pecado, introdujo en ella otra sustancia, un fermento: su propia carne, de la misma naturaleza que la nuestra pero exenta de pecado y llena de vida. Y nos la dio a todos, con el fin de que, alimentados en este banquete con esta nueva carne, pudiéramos entrar en la vida inmortal» (san Juan Crisóstomo).

Preces expiatorias
En la presencia de Jesús Sacramentado, pedimos de corazón que Él perdone nuestros pecados, nos colme de su misericordia y nos siga santificando.
Decimos: «Señor, ten piedad de nosotros».

  • Por nuestra tibieza y rutina en la participación de tu Eucaristía diaria. R/.
  • Por nuestro poco amor en visitarte con más frecuencia ante el Sagrario. R/.
  • Por nuestra poca atención y entrega en la adoración eucarística. R/.
  • Por la frialdad y falta de meditación en la escucha de tu Palabra. R/.
  • Por no ser prestos y diligentes en nuestras respuestas a tus llamadas. R/.
  • Por nuestras medias tintas en vivir las exigencias de tu seguimiento. R/.
  • Por nuestras cobardías y miedos a la hora de testimoniar nuestra fe. R/.
  • Por dejarnos envolver por rencillas, rencores, iras y odios. R/.
  • Por no buscar con más empeño la justicia y la paz de todos. R/.
  • Por dejarnos arrastrar por lo fácil, lo placentero y lo ambiguo. R/.
  • Por no prolongar la Eucaristía en la vida, sirviéndote a ti en los más necesitados de cualquier clase. R/.
  • Por nuestras faltas de fe, esperanza y amor. R/.

Oración final
Gracias, Señor Jesús, porque en cada Eucaristía nos haces partícipes de tu vida divina; concédenos saciarnos del gozo eterno de tu divinidad, para que sepamos adorarte en tu presencia real y sacramental en el Pan eucarístico, anticipo del cielo en la tierra, y te veneremos como Rey de reyes y Señor de señores. PNSJ.

Miguel Ángel Arribas, Pbro.

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