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Orar con el obispo del Sagrario abandonado (marzo 2024)

11 marzo 2024

Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de marzo de 2024.

Cargó sobre él todos nuestros crímenes (Is 53,6)

Afirma san Manuel González: «El amor del Corazón de Jesús llevado hasta el sacrificio hace fácil lo difícil, lo imposible luminoso y refulgente lo oscuro. El misterio de los contrastes de Jesús queda, mirado al través de su sacrificio, sumergido en una catarata de luz» (OO.CC. II, n. 2542).Dios es amor, nos ha creado por amor y para el amor. El Padre envió a su Hijo como redentor, como víctima de propiciación por nuestros pecados, como cordero divino que cargo sobre sí, libre y voluntariamente, con todos nuestros crímenes.

Nos lo confirma la primera Carta de san Pedro: «Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios» (1Pe 3,18). Todo momento de adoración eucarística junto al Sagrario es tiempo propicio para acompañar y consolar a quien sigue sufriendo el abandono de los suyos: «¡Y cuántas veces se ve a Jesús en su Evangelio premiando y elogiando con una mirada benévola o con una palabra de aprobación las cosas buenas de sus enemigos!

Y cuando miro a Jesús abandonado en tantos Sagrarios y busco explicaciones a aquel amor tan paciente, tan incansablemente paciente, y tan injustamente desairado, alguna vez paréceme encontrarlo en la magnanimidad de su Corazón que está pagando con los beneficios de su presencia las cosas buenas que alguna vez han hecho o hacen los vecinos malos de sus Sagrarios» (OO.CC. I, n. 356).

Jesús desde el Sagrario sigue cargando con nuestros crímenes; sigue intercediendo por nosotros con la misma intensidad que cuando le crucificaron: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

Ante tanto dolor y abandono que sufre nuestro Señor en el Sagrario, solo caben horas y horas de adoración eucarística acompañándole, diciéndole cuánto le amamos y dándole gracias por tanto bien recibido: «Oponed al abandono del Sagrario, que es pena para Él y muerte para nosotros, compañía de Sagrario, que es desagravio para Él y vida y consuelo para todos, compañía de comuniones y visitas que “de verdad” acompañen, de inmolaciones y abnegaciones que os unan a la Hostia Santa, de apostolado incesante de palabra, obras y sacrificios para buscarle muchas y buenas compañías, sin parar ni descansar hasta ver a la cepa divina del Sagrario de muchos y verdes sarmientos coronada» (OO.CC. I, n. 807).

Oración inicial
Te damos gracias, Padre, siempre mayor, por habernos enviado a tu Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados, como cordero inocente que ha cargado con los crímenes de muchos y has querido que se quedara con nosotros todos los días hasta el fin del mundo en su presencia eucarística; danos la gracia de poder acompañarle en esa presencia en el Sagrario, ofreciéndole nuestras obras de misericordia y nuestros pequeños sacrificios por la salvación de muchos. PNSJ.

Escuchamos la Palabra
Is 53,2-8

Meditación de la Palabra
Todo lo anunciado por Dios en los profetas ha tenido pleno cumplimiento en Jesús. Él es el Siervo del Señor, el Siervo sufriente que ha cargado con los pecados de toda la Humanidad: «despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado» (Is 53,3).

Él se encarnó para redimirnos con su muerte y resurrección, en obediencia al Padre que lo envía y por amor a los hombres, a los que ha venido a rescatar del poder del maligno y de la muerte: «Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él» (Is 53,5)

Ya el anciano Simeón, cuando la presentación del niño en el templo, anunció: «éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como signo de contradicción» (Lc 2,34).

Dios, por medio de Isaías, pregonó la figura del Mesías como siervo y profeta, que viene al mundo para dar testimonio de la verdad. Precisamente a causa de esa verdad será rechazado por el pueblo, su pueblo: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11).

Esta es la paradoja, hermanos: con su muerte justificó a muchos: «Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2Co 5,21).

El Hijo nos ha amado tanto que nos llama amigos y hermanos y ha dado su vida por nosotros, amándonos hasta el extremo: «Sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5).

En su vida y en su ministerio, Jesús se nos manifiesta como el Siervo de Dios, que trae la salvación a los hombres, que cura nuestras heridas, que nos libera de toda iniquidad, que nos perdona los pecados, que nos levanta de nuestros decaimientos y tristezas, que nos gana para sí, no a la fuerza sino con su bondad. Ya lo había anunciado Dios por Isaías: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores: nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado» (Is 53,4).

Toda su entrega en la cruz, hasta la muerte; todo su sacrificio cruento en el Calvario, se actualiza, se hace presente en cada Eucaristía.

Escuchamos nuevamente a san Manuel González
«He observado en el Evangelio que si Jesús cuenta por anticipado con el número sin número de agravios y desprecios que le esperan en el mundo, en su vida de Iglesia y de Eucaristía, y llega hasta decir que son necesarios, cuenta también con la compensación con que en este mismo mundo ha de ser reparado. Tanto cuenta con esta compensación como que parece que llega a gozarse más en el consuelo de la compensación que a entristecerse en la pena del agravio» (OO.CC. I, n. 696).

Sí, para Jesús es infinitamente más gozoso que los cristianos le llevemos el consuelo de adorarle y reconocerle como Rey de reyes y Siervo de Dios ante el Sagrario, que el dolor que sigue padeciendo por el número sin número de agravios y desprecios que le dirigen quienes no creen en él o persiguen a cristianos valientes o critican duramente a la iglesia, o se mofan de la Eucaristía, o cometen actos sacrílegos.

Ante tanto dolor del Señor Sacramentado solo cabe acompañarle con la mayor generosidad y entrega, con adoración frecuente, con servicio humilde a los enfermos o abandonados, con gestos de abnegación de uno mismo, con limosna compartida con los pobres, con ser instrumento de comunión en las comunidades cristianas.

«Imitad ese amor delicado y esa firmeza admirable al pie de vuestros Sagrarios de donde le han quitado o tratan de quitarlo…, y llorad, no sólo ante los Sagrarios materiales, sino también ante los espirituales, ante tantas almas que lo han echado de sí y ante tantas otras, sobre todo de niños, de donde lo quieren quitar violentamente… ¡Llorad, reparad, compensad al Amor tan ultrajado, tan horriblemente herido y profanado, y haced lo posible y lo imposible por devolverlo a sus Sagrarios predilectos, las almas, en donde puede morar contento de ser conocido, amado e imitado…!» (OO.CC. I, n. 721).

En esta sociedad en que vivimos, de apostasía silenciosa, de abanderado laicismo, en esta hora donde tantos familiares y amigos han perdido la fe o han dejado de acudir a la Eucaristía dominical, el Señor, por medio de san Manuel González, nos llama a imitar ese amor delicado y constante que Jesús nos tiene, a llorar con Él y como Él ante tantas ciudades y pueblos donde tantos corazones están apagados o tristes, en desesperanza existencial o en pura diversión superficial.

Sí, con fe viva, con esperanza solícita, con amor ardiente, reparemos al amor ultrajado, consolemos al Corazón de Jesús tan horriblemente herido. Hagámoslo con valentía, dando testimonio de nuestra fe, irradiando la alegría del Evangelio a quienes están tristes, sirviendo con humildad al que está solo o enfermo, prolongando nuestros ratos de adoración eucarística en lo cotidiano del día a día, en la familia, entre los amigos, en el trabajo, en la parroquia, en cualquier ambiente donde nos movemos y gritemos con la vida de fe, Cristo está vivo y nos espira en el Sagrario.

Invocaciones de arrepentimiento
A cada invocación respondemos:
Señor, ten piedad de nosotros.

  • Porque no meditamos tu Evangelio a la luz de la lámpara del Sagrario.
  • Porque te seguimos crucificando con nuestros pecados.
  • Porque manchamos a tu esposa, la Iglesia, con nuestra hipocresía.
  • Porque, aunque creemos que estás vivo y real en la Sagrada Hostia, no te visitamos ni hablamos contigo.
  • Porque no prolongamos la Eucaristía en la vida, partiéndonos en favor de los demás.
  • Porque nos encuentras dormidos en la oración.
  • Porque mis afanes en esta tierra se ciñen a tener dinero, buscar placeres o alcanzar éxito.
  • Porque no sé descubrirte en el hambriento, en el sediento, en el extranjero, en el enfermo o en el encarcelado.
  • Porque no sé perdonar al hermano como tú me perdonas siempre.
  • Porque no vivo con plena intensidad y hondura cada rato prolongado de adoración eucarística.

Oración final
Bendito seas, Padre, por el sacrificio cruento de tu Hijo en la cruz y por la Eucaristía, sacramento de tu amor, comunión con Cristo, Dios de Dios, luz de luz, amor de amor, sacramentalmente presente en el altar; concédenos prestarle compañía de presencia, adorándole con asiduidad; compañía de imitación, cargando con la cruz de cada día y dando la vida como Él la dio; compañía de compasión, siendo instrumentos de su consuelo para tantos afligidos y derrotados. PNSJ.

Miguel Ángel Arribas, Pbro.

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