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Orar con el obispo del Sagrario abandonado (abril 2024)

10 abril 2024

Artículo publicado en la revista El Granito de Arena de abril de 2024.

Dios lo resucitó de entre los muertos (Hch 13,30)

San Manuel González, en su libro El Rosario sacerdotal, al referirse al primer misterio glorioso afirma que: «La Resurrección y la Ascensión de Jesús evidentemente son la aceptación pública y solemne del sacrificio de la Cruz y como la paga de Dios Padre a su Hijo Hombre Sacerdote» (OO.CC. II, n. 2559). En el principio de nuestra fe, está el acontecimiento que la fundamenta: Cristo ha vencido la muerte y se apareció a los suyos durante 40 días. Si Cristo no hubiera resucitado, ¿cómo es posible que aquellos hombres, sin formación cultural y teológica, se jugaran la vida por una leyendo o un mito?

Si Cristo no hubiera resucitado cabe preguntarse: ¿qué sucedió en aquellos discípulos, después de haber huido cuando arrestaron a su Maestro?

Si Cristo no hubiera resucitado es imposible que el mensaje del Evangelio se hubiera extendido en pocos años por todas las grandes ciudades del Imperio romano del siglo I.

San Pablo nos dejó bien claro su propio testimonio como hecho histórico de lo que le sucedió en la cercanía de Damasco: «Cuando, hacia el mediodía, durante el camino vi, ¡oh rey!, una luz venida del cielo, más brillante que el sol, que me envolvía con su fulgor a mí y a los que caminaban conmigo. Caímos todos nosotros por tierra y yo oí una voz que me decía en hebreo: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Duro es para ti dar coces contra el aguijón”. Yo dije: “¿Quién eres, Señor?”. Y el Señor respondió: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”» (Hch 26,13-15).

Este acontecimiento está narrado en tres ocasiones en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Lo vuelve a testimoniar en varias de sus cartas: «Por último, como a un aborto, se me apareció también a mí» (1Cor 15,8). Se considera el más pequeño de los apóstoles, pero vive totalmente abandonado en las manos del Padre: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí» (1Cor 15,10).

Somos débiles en nuestro seguimiento de Cristo; somos dubitativos en nuestra fe. A pesar de llevar tantos años en el seno de la madre Iglesia, cuando muere un ser querido nos podemos preguntar: ¿qué hay después de la muerte? ¿Habrá cielo? ¿Me encontraré con mi esposo o esposa, con mi padre o mi madre, con mi hermano de comunidad, cuando se termine mi tiempo en la tierra?

Son preguntas lícitas que todos nos podemos hacer. Es bueno ser perseverantes buscadores de la verdad. Pero no podemos quedarnos en la eterna duda, ni caminar en arenas movedizas. Por eso, el testimonio de los apóstoles y de los mártires nos ayuda, por la acción del Espíritu Santo y la participación en la Eucaristía, a consolidar nuestra fe en la resurrección de Jesucristo y a peregrinar por esta tierra camino de la eterna bienaventuranza.

Los largos diálogos con Jesús Eucaristía, en la escucha de su Palabra y en humilde adoración a su Presencia viva, como Pan de vida, nos fortalece la fe, nos aviva la esperanza y nos colma de su amor. ¡Venid, adorémosle!

Oración inicial
Dios de infinita misericordia, que resucitaste a tu Hijo de entre los muertos y quisiste que durante 40 días se apareciera a los suyos con su cuerpo glorioso, concédenos que en este tiempo pascual, adorando su Presencia eucarística y dejándonos enamorar por el amor de los amores, ser reanimados en la fe, acrecentados en los dones y frutos del Espíritu Santo y configurados con Jesucristo, Pan vivo bajado del cielo. PNSJ.

Escuchamos la Palabra
Hch 13,27-35.

Meditación de la Palabra
Este discurso de Pablo a los judíos de Pisidia día está centrado en el núcleo de nuestra fe: Jesús murió, lo bajaron del madero, pero Dios lo resucitó de entre los muertos. Es el kerigma: ese anuncio breve, concreto y sintético de nuestra fe.

De este acontecimiento fueron testigos privilegiados los apóstoles y los discípulos de aquella primitiva comunidad cristiana de Jerusalén. En este acontecimiento se cumplen las promesas que Dios anunció por los profetas sobre el Mesías: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy»; o en los Salmos: «No dejarás que tu santo experimente la corrupción».

Es lo mismo que Jesús resucitado había explicado a los dos discípulos de Emaús: «y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lc 24,27).

Las palabras de Pablo quieren resaltar el mensaje de salvación que trae la resurrección de Jesús. La encarnación del Verbo eterno, su humanidad en Nazaret y en su vida pública, su muerte y resurrección son la actuación de Dios para salvar a la Humanidad del pecado y la muerte. Se encarnó para redimirnos. Dios despertó al Justo del sueño de la muerte. Esta es la justicia divina. El Padre les quita la razón a los que condenaron a muerte y crucificaron a su Hijo: Dios lo resucitó, liberándolo de los dolores de la muerte, por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio (Hch 2,24).

Las promesas cumplidas por Dios con la resurrección de su Hijo son acontecimiento salvífico: liberación del pecado, participación en la vida divina, siembra de semillas de eternidad: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él» (Rom 6,8). «Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado de una vez para siempre; y quien vive, vive para Dios» (Rom 8,10).

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestación históricamente comprobada como lo atestigua el Nuevo Testamento (cf. CIC 639).

Escuchemos nuevamente a san Manuel González
San Manuel nos invita, en este tiempo de Pascua, a alegrarnos en la gloria de la resurrección de Cristo, cuando comenta el primer misterio glorioso de El Rosario sacerdotal. Uno de los apartados lo llama «Estipendio espléndido» (OO.CC. II, n. 2534). Iremos reflexionando con él en algunos de esos estipendios.

«1º Exaltando su Cuerpo con su Resurrección gloriosa, causa y modelo de todas las resurrecciones y espiritualizándolo con las dotes del cuerpo glorioso». El cuerpo glorioso del Resucitado es el mismo de su tiempo histórico, cuerpo real y auténtico, pero ahora con nuevas propiedades: no está sujeto en el espacio ni en el tiempo. Ahora se hace presente según su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28,9. 16-17; Jn 20, 14. 19. 26).

«2º Perpetuando en la tierra el honor y la exaltación a la santa humanidad de su Hijo con la perpetua adoración en todos los lugares del mundo de su Eucaristía, que es su Carne y su Sangre inmolada y gloriosa, manjar, vida, modelo de toda virtud y fuente de toda delicia de las almas». En el himno cristológico de Filipenses rezamos: «Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo» (2, 9-10). Sí, el Padre glorifica a su Hijo cuando este es adorado de manera perpetua, en su Presencia eucarística, en cualquier lugar de la Iglesia donde se le visita como el Amigo que nos ama, nos bendice, y nos cautiva; así donde un adorador se postra con humildad y reverencia, y se reconoce que solo Él salva, limpia y santifica a quien le proclama Rey de gloria.

«3º Haciendo del sacerdocio de su Hijo, principio y razón de todo sacerdocio y causa principal e instrumento del más excelso y eficaz de la glorificación suya, de la redención, justificación y santificación de las almas y de la luz y paz del mundo»: La gloria de Dios es que el hombre viva unido a Él. La Comunión eucarística, la participación en esa vida divina, nos va eucaristizando a todo bautizando que, dejándose transformar por la amistad con Cristo, va experimentando que la redención, la justificación y la santificación vienen del Salvador, de Cristo Jesús, Sabiduría suprema: «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1Cor 1,31).

Letanías a Jesús resucitado
A cada invocación respondemos: Rey de la gloria, santifícanos.

  • Jesús, Rey eterno, Dios verdadero.
  • Jesús, pobre y humilde, verdadero hombre.
  • Jesús, Primogénito de todo lo creado.
  • Jesús, Primogénito de entre los muertos.
  • Jesús, Salvador y Redentor nuestro.
  • Jesús, nuestra victoria definitiva.
  • Jesús, coronado de gloria y majestad.
  • Jesús, Cabeza del cuerpo místico.
  • Jesús, Pastor eterno de tu rebaño fiel.
  • Jesús, Hijo del amor y la misericordia.
  • Jesús, Señor de cielo y tierra.
  • Jesús, Rey gloriosamente resucitado.
  • Jesús, Pan vivo bajado del cielo.
  • Jesús, paz permanente por tu sangre en la cruz.
  • Jesús, el inocente muerto por los culpables.
  • Jesús, sabiduría eterna del Padre.
  • Jesús, el primero y el último, el Viviente.

Oración final
Te adoramos y te bendecimos Señor Jesús, Primogénito de entre los muertos, principio y fin de todo lo creado, porque con tu resurrección nos has abierto las puertas del Paraíso, reanimas nuestra esperanza en alcanzar la eterna bienaventuranza, acrecientas en nosotros los dones y los frutos de su Santo Espíritu, nos ensanchas las paredes del corazón para participar más vivamente de cada Eucaristía, nos garantizas una alegría que nadie nos podrá quitar y nos empujas a poner nuestras vidas al servicio de los demás, especialmente de los que sufren, están solos o son despreciados en todos los ambientes. PNSJ.

Miguel Ángel Arribas, Pbro.

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